La visión de la grandeza de Dios, de su belleza y de todas sus propiedades, hace que el alma agradezca espontáneamente, y no tanto porque Dios nos ha dado y nos sigue dando cosas, cuanto porque Él se da a Sí mismo; lo que nosotros experimentamos de su bondad no nos debe detener en el don o en el sentimiento de felicidad que el don nos produce, sino que debe guiarnos hasta Él, que es la Bondad misma. Es evidente que en nuestro agradecimiento a Dios, se incluye también cuanto hemos recibido de Él. Pero siempre, al agradecer por cualquier cosa que hayamos recibido, la mirada debe llegar a Él, que nos ha hecho el regalo, para agradecerle por Sí mismo, por ser tan misericordioso.
Pero no debemos agradecer sólo cuando hayamos recibido un bien, sino en cualquier circunstancia, porque sabemos que todo lo que somos y tenemos, y cuanto sucede en nuestra vida, proviene de Dios. En este sentido, escribe San Pablo: «Y que la paz de Cristo se adueñe de vuestros corazones: a ella habéis sido llamados en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. Que la palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente. Enseñaos con la verdadera sabiduría, animaos unos a otros con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando agradecidos en vuestros corazones. Y todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él» (Col 3, 15-17). Ya hemos visto que San Pablo considera el agradecimiento como una actitud permanente del cristiano. La Iglesia primitiva ha comprendido la invitación de San Pablo al agradecimiento continuo, porque ha comprendido que toda la oración cristiana, presuponiendo la fe en Cristo Jesús, único mediador, incluía fundamentalmente una acción de gracias por la salvación que Cristo nos ha adquirido. No es pura coincidencia que el culto esencial de la Iglesia sea la «Eucaristía», la acción de gracias por excelencia.
Normalmente, usamos la palabra «gracia» para designar lo que no es debido a las posibilidades que nos ofrecen las cosas o los hombres, sino a lo que proviene de Dios como un don que santifica, que nos hace partícipes de la naturaleza divina (cfr. 2 P 1, 4). En sentido teológico estricto, la palabra «gracia» se contrapone al término «naturaleza».
Sin embargo, la palabra «gracia» se puede usar en un sentido más amplio, para designar el origen de todo lo que no existe por necesidad interior, sino por libre donación de Dios. En este sentido, constituye una gracia la existencia del mundo, de los hombres, en definitiva, de todo cuanto existe excepto Dios. Los infinitos motivos que tenemos para estar agradecidos a Dios deben jugar un papel mucho más importante en nuestras oraciones, hasta llegar a dar gracias a Dios por todo: «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque te han despreciado. —Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. —Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. —Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso... —Dale gracias por todo, porque todo es bueno» .
Además, debemos agradecer al Señor por todos los acontecimientos que nos cuestan, por amargos e incomprensibles que nos puedan parecer, porque nuestra fe nos hace ver en todos ellos una forma de gracia, y, por lo tanto, un bien para nosotros. Ciertamente, agradecer por tales hechos no es fácil y no debemos hacernos ilusiones, pero sostenidos por la fe, nuestro agradecimiento puede extenderse a todo lo que nos resulte penoso. En este sentido, escribe San Josemaría Escrivá de Balaguer: «Ut in gratiarum semper actione maneamus! Dios mío, gracias, gracias por todo: por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir. Los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas!» .
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Hace 6 meses
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