De la adoración a Dios se eleva espontáneamente la alabanza, otro acto fundamental de la oración. Esto sucede porque la grandeza y dignidad de Dios reviste, en la Sagrada Escritura, no solamente el carácter de majestad, sino también el de gloria, que consiste en la manifestación externa de las excelencias divinas: su santidad, su belleza, su bondad. La contemplación del esplendor de la excelsitud divina hace que el respeto de la adoración se convierta en la alegría de la alabanza. ¡Qué alegría saber que Dios es tan sublime, bello, bueno y santo!
El objeto de la alabanza es principalmente Dios como valor supremo, y por ello, en la Sagrada Escritura, aparece incesantemente esta forma de oración, por ejemplo, en los Salmos (cfr. Salmo 148) y en los Profetas. Basta sólo pensar en la grandiosa expresión de alabanza que dirigen a Dios los querubines en la visión profética de la vocación de Isaías (cfr. Is 6, 3), o el canto de los ángeles en la noche de Navidad: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace» (Lc 2, 14). En el mismo Evangelio encontramos también el canto de alabanza de María (cfr. Lc 1, 46-55) y el del anciano Zacarías (cfr. Lc 1, 68-79).
Por otra parte, toda la liturgia de la Iglesia está empapada de la oración de alabanza: recuérdese, por ejemplo, el magnífico canto del Te Deum.
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Hace 6 meses
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