lunes, 10 de enero de 2011

Cuanto más se ora más se quiere orar

A nivel espiritual el hombre es, según el pensamiento de San Agustín, como una saeta disparada sobre el Universo (Dios) que, como un centro de gravedad, ejerce una atracción irresistible sobre él, y cuanto más se aproxima a ese Universo, mayor velocidad adquiere. Cuanto más se ama a Dios, más se le quiere amar. Cuanto más se trata con él, más se quiere tratarlo. La velocidad hacia él está en proporción hacia la proximidad con él.

Debajo de todas nuestras insatisfacciones corre una corriente que se dirige hacia Uno, el Uno capaz de concentrar las fuerzas del hombre y de aquietar sus quimeras.

“Oh, Dios, tu eres mi Dios. Por ti madrugo, mi alma tiene sed de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua” (Sal. 62)

Llevamos en el alma capacidades espirituales que eventualmente pueden estar dormidas por falta de entrenamiento. Dios ha depositado en el fondo de nuestra vida un germen que es un don-potencia, capaz de una floración admirable. Es una aspiración profunda y filial que nos hace suspirar y aspirar hacia el Padre Dios. Si esa aspiración la ponemos en movimiento, en la medida que conoce su objeto y se aproxima a su centro, más densa será la aspiración, mayor peso hacia su objeto y, por consiguiente, mayor velocidad.

Esto lo prueba la experiencia diaria. Cualquiera que haya tratado entrañablemente con el Señor a solas durante unos cuantos días, una vez regresado a la vida ordinaria, un nuevo peso lo arrastrará al encuentro con Dios con nueva frecuencia; los rezos y los sacramentos serán un festín porque ahora los siente llenos de Dios. De esta manera se va haciendo más denso el peso de Dios que nos arrastrará con mayor atracción hacia él, mientras el mundo y la vida, se irán poblando de Dios.

Si somos sinceros, si miramos nuestra propia historia con Dios, habremos experimentado que Dios es como una cima que arrastra y cautiva y que cuanto más nos aproximamos a ella más nos cautiva y embriaga.

“¡Oh, Trinidad eterna! Tú eres un mar sin fondo en el que, cuanto más me hundo, más te encuentro, y cuanto más te encuentro, más te busco todavía. De ti jamás se puede decir ¡Basta! El alma que se sacia en tus profundidades, te desea sin cesar porque siempre está hambrienta de ti, siempre está deseosa de ver tu luz en tu luz.

¿Podrás darme algo más que darte a ti mismo? Tú eres el fuego que siempre arde, sin consumirse jamás. Tú eres el fuego que consume en si todo amor propio del alma, tú eres la luz por encima de toda luz.

Tú eres el vestido que cubre toda desnudez, el alimento que alegra con su dulzura a todos los que tienen hambre.

¡Revísteme, Trinidad eterna! Revísteme de ti misma para que pase esta vida en la verdadera obediencia y en la luz de la fe con la que tú has embriagado mi alma”. (Santa Catalina de Siena)


(Del libro "Muestrame tu rostro. Hacia la intimidad con Dios. P. Larrañaga)

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