viernes, 18 de diciembre de 2009

La petición

El Dios de la Revelación no es un ser abstracto e impersonal, sino un Padre que nos quiere con locura, por lo que nos escucha y nos socorre. A este Dios se dirige nuestra oración de petición. Esta oración es tan apropiada, tanto a la esencia divina como a la verdad del ser humano, que brota espontáneamente. La mayor parte de las oraciones que nos llegaron del paganismo, por lo tanto, fuera de la Revelación, tienen sólo la forma de petición. Raras veces se elevan por encima de las necesidades materiales. Sin embargo, un hijo de Dios no debe recurrir al Señor solamente cuando advierte sus carencias. Lo que se debe pedir en la oración de petición, no es sólo una ayuda material, pues todo lo que hacemos depende de Dios. El Señor, de hecho, nos ha dicho: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Por ello, la oración de petición no debe limitarse a pedir ayuda material, ya que implica reconocer que el hombre existe solamente en cuanto que ha sido creado por Dios, y por Su Fuerza recibe continuamente su ser y su vida, y especialmente la gracia necesaria para poder actuar como hijo de Dios. Por esto, la primera y más profunda petición que debemos hacer a Dios, no es la ayuda material, sino Su gracia.

La oración de petición debe ser continua porque en todo momento la necesitamos. La oración de petición es tan necesaria como el respirar. Por consiguiente, uno de los primeros efectos de la oración de petición es hacernos tomar conciencia de nuestra indigencia espiritual. Reconociendo que ha sido salvado gratuitamente y que ha recibido todo gratuitamente, el cristiano vive la bienaventuranza de su pobreza espiritual ante Dios.

La escena narrada por San Lucas en el capítulo 11 de su Evangelio nos hace ver la importancia y la necesidad de la oración de petición, porque cuando los discípulos pidieron al Señor que les enseñara a orar, Jesús les enseña el Padre Nuestro, que es una oración de petición. En el Padre Nuestro la oración de petición alcanza alturas sublimes; en primer lugar, pide la glorificación de Dios, luego la fuerza de querer en todas las oraciones sólo lo que Él quiere, diciendo al Padre, a la par de Jesús: «Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26, 39). Nosotros no sabemos si es bueno lo que pedimos cuando nos sentimos necesitados. Ignoramos, además, si la solución propuesta para resolver un problema es la más adecuada. Nuestra vida no se puede comparar a la actividad de un arquitecto que traza sus planos y actúa conforme a ellos. Nuestra vida se desarrolla solamente en parte según nuestros proyectos. La mayor parte de ella depende de los planes misteriosos de Dios. A esta parte se dirigen nuestras peticiones; por ello debemos estar preparados siempre para recibir lo que sea justo y conveniente para nosotros según los proyectos de Dios. Por este motivo, un beneficio cierto de toda oración de petición recae sobre quien la hace: conforma siempre su voluntad a la voluntad del Padre y se abre así a la plenitud de la vida cristiana.

Otros dos actos de la oración: la intercesión y la reparación, en realidad, se remontan a la oración de petición. En efecto, la intercesión consiste en pedir el bien ajeno, mientras que en el acto de reparación pedimos a Dios perdón por nuestros pecados o por los pecados ajenos: «La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf el publicano: “ten compasión de mí que soy pecador”: Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura (…). Tanto la celebración de la Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón»[1].



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2631.

La acción de gracias

La visión de la grandeza de Dios, de su belleza y de todas sus propiedades, hace que el alma agradezca espontáneamente, y no tanto porque Dios nos ha dado y nos sigue dando cosas, cuanto porque Él se da a Sí mismo; lo que nosotros experimentamos de su bondad no nos debe detener en el don o en el sentimiento de felicidad que el don nos produce, sino que debe guiarnos hasta Él, que es la Bondad misma. Es evidente que en nuestro agradecimiento a Dios, se incluye también cuanto hemos recibido de Él. Pero siempre, al agradecer por cualquier cosa que hayamos recibido, la mirada debe llegar a Él, que nos ha hecho el regalo, para agradecerle por Sí mismo, por ser tan misericordioso.
Pero no debemos agradecer sólo cuando hayamos recibido un bien, sino en cualquier circunstancia, porque sabemos que todo lo que somos y tenemos, y cuanto sucede en nuestra vida, proviene de Dios. En este sentido, escribe San Pablo: «Y que la paz de Cristo se adueñe de vuestros corazones: a ella habéis sido llamados en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. Que la palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente. Enseñaos con la verdadera sabiduría, animaos unos a otros con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando agradecidos en vuestros corazones. Y todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él» (Col 3, 15-17). Ya hemos visto que San Pablo considera el agradecimiento como una actitud permanente del cristiano. La Iglesia primitiva ha comprendido la invitación de San Pablo al agradecimiento continuo, porque ha comprendido que toda la oración cristiana, presuponiendo la fe en Cristo Jesús, único mediador, incluía fundamentalmente una acción de gracias por la salvación que Cristo nos ha adquirido. No es pura coincidencia que el culto esencial de la Iglesia sea la «Eucaristía», la acción de gracias por excelencia.
Normalmente, usamos la palabra «gracia» para designar lo que no es debido a las posibilidades que nos ofrecen las cosas o los hombres, sino a lo que proviene de Dios como un don que santifica, que nos hace partícipes de la naturaleza divina (cfr. 2 P 1, 4). En sentido teológico estricto, la palabra «gracia» se contrapone al término «naturaleza».
Sin embargo, la palabra «gracia» se puede usar en un sentido más amplio, para designar el origen de todo lo que no existe por necesidad interior, sino por libre donación de Dios. En este sentido, constituye una gracia la existencia del mundo, de los hombres, en definitiva, de todo cuanto existe excepto Dios. Los infinitos motivos que tenemos para estar agradecidos a Dios deben jugar un papel mucho más importante en nuestras oraciones, hasta llegar a dar gracias a Dios por todo: «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque te han despreciado. —Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. —Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. —Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso... —Dale gracias por todo, porque todo es bueno» .
Además, debemos agradecer al Señor por todos los acontecimientos que nos cuestan, por amargos e incomprensibles que nos puedan parecer, porque nuestra fe nos hace ver en todos ellos una forma de gracia, y, por lo tanto, un bien para nosotros. Ciertamente, agradecer por tales hechos no es fácil y no debemos hacernos ilusiones, pero sostenidos por la fe, nuestro agradecimiento puede extenderse a todo lo que nos resulte penoso. En este sentido, escribe San Josemaría Escrivá de Balaguer: «Ut in gratiarum semper actione maneamus! Dios mío, gracias, gracias por todo: por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir. Los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas!» .

La Alabanza

De la adoración a Dios se eleva espontáneamente la alabanza, otro acto fundamental de la oración. Esto sucede porque la grandeza y dignidad de Dios reviste, en la Sagrada Escritura, no solamente el carácter de majestad, sino también el de gloria, que consiste en la manifestación externa de las excelencias divinas: su santidad, su belleza, su bondad. La contemplación del esplendor de la excelsitud divina hace que el respeto de la adoración se convierta en la alegría de la alabanza. ¡Qué alegría saber que Dios es tan sublime, bello, bueno y santo!
El objeto de la alabanza es principalmente Dios como valor supremo, y por ello, en la Sagrada Escritura, aparece incesantemente esta forma de oración, por ejemplo, en los Salmos (cfr. Salmo 148) y en los Profetas. Basta sólo pensar en la grandiosa expresión de alabanza que dirigen a Dios los querubines en la visión profética de la vocación de Isaías (cfr. Is 6, 3), o el canto de los ángeles en la noche de Navidad: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace» (Lc 2, 14). En el mismo Evangelio encontramos también el canto de alabanza de María (cfr. Lc 1, 46-55) y el del anciano Zacarías (cfr. Lc 1, 68-79).
Por otra parte, toda la liturgia de la Iglesia está empapada de la oración de alabanza: recuérdese, por ejemplo, el magnífico canto del Te Deum.

La Adoración


El acto fundamental que el ser humano debe cumplir ante Dios es la adoración, que manifiesta el respeto que surge de la profunda toma de conciencia de su condición de creatura. Ante la majestad divina, el hombre se inclina, no solamente por sumisión externa, sino también con un comportamiento interior de respeto y devoción, llamado adoración.

Adorar significa reconocer a Dios como quien es «todo», ante quien la creatura es «nada». Ésta no es «nada» en un sentido absoluto, porque si así fuera, no sería capaz de adorar; se trata de un «nada por sí mismo», que debe exclusivamente a Dios todo lo que efectivamente es y hace, ya que la creatura no sólo en su ser, sino también en toda su actividad depende de Dios: sin Él no es nada y no puede hacer nada. En este sentido, Santa Catalina de Siena oyó decir al Señor: «¿Sabes hijita, quién eres tú y quién soy Yo? Si supieras estas dos cosas, serías dichosa. Tú eres la que no es; Yo, en cambio, El que es».

El ser humano adora a Dios no sólo porque Él es absolutamente grande y poderoso. La adoración es posible porque en Dios se unen su ser y su dignidad. En efecto, en la misma medida en que Dios es el Ser Supremo por excelencia, es también Suma Verdad, Bondad, etc. El hombre no podría adorar un Dios que fuera solamente plenitud de realidad y poder, o al menos no lo haría de buena gana. Dicho de otro modo, el hombre se postra ante Dios, no sólo porque Él es el infinitamente Poderoso, sino también porque es el Verdadero, el Bueno, etc., y, por tanto, es digno de adoración. De este modo, el hombre que adora a Dios cumple un acto verdadero y justo en sí mismo. Recuérdese la visión del Apocalipsis donde los veinticuatro ancianos –representantes de la humanidad– ofrecen su corona a quien se sienta en el trono, se postran e, inclinándose, le dicen: «Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existían y fueron creadas» (Ap 4, 11).

La adoración de Dios es necesaria para que el hombre pueda llevar una existencia auténtica, es decir, basada en la verdad. Ahora bien, el fundamento de la verdad consiste en el hecho de que Dios es Dios, mientras que el hombre es sólo una creatura de Dios. El hombre está sano cuando reconoce libremente esta verdad y se la toma en serio. La adoración es, por lo tanto, el acto en que tal verdad resplandece y es puesta en práctica. Así lo explica magistralmente Benedicto XVI:

«Delante de la Hostia sagrada, en la cual Jesús –por nosotros– se ha hecho pan que desde dentro sostiene y nutre nuestra vida (cfr. Jn 6, 35), hemos comenzado ayer por la tarde el camino interior de la adoración. En la Eucaristía, la adoración debe convertirse en unión (…). El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos han dado para que nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos convertirnos en Cuerpo de Cristo, consanguíneos Suyos. Todos comemos el único pan, pero esto significa que entre nosotros nos convertimos en una sola cosa. La adoración, hemos dicho, se convierte en unión. Dios ya no está solamente de frente a nosotros, como el Totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en Él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros desea propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor se convierta realmente en la medida dominante del mundo. Encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso, que la Última Cena nos ha dado, en la diferente acepción que la palabra “adoración” tiene en griego y en latín. La palabra griega suena proskynesis. Significa el gesto de la sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomos, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para convertirnos de ese modo nosotros mismos en verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aunque nuestra ansia de libertad, en un primer momento se resiste ante esta perspectiva. El hacerla completamente nuestra será posible solamente en el segundo paso que la Última Cena nos abre. La palabra latina es ad-oratio: contacto boca a boca, beso, abrazo, y por consiguiente, en el fondo, amor. La sumisión se convierte en unión, porque Aquel a quien nos sometemos es Amor. Así, “sumisión” adquiere un sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera en función de la más íntima verdad de nuestro ser»

domingo, 13 de diciembre de 2009

Oración de Juan Pablo II a la Virgen de Guadalupe


Oh Virgen Inmaculada, Madre del verdadero Dios y Madre de la Iglesia! Tú, que desde este lugar manifiestas tu clemencia y tu compasión a todos los que solicitan tu amparo; escucha la oración que con filial confianza te dirigimos y preséntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor nuestro. Madre de misericordia, Maestra del sacrificio escondido y silencioso, a ti, que sales al encuentro de nosotros, los pecadores, te consagramos en este día todo nuestro ser y todo nuestro amor. Te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores. Da la paz, la justicia y la prosperidad a nuestros pueblos; ya que todo lo que tenemos y somos lo ponemos bajo tu cuidado, Señora y Madre nuestra. Queremos ser totalmente tuyos y recorrer contigo el camino de una plena felicidad a Jesucristo en su Iglesia: no nos sueltes de tu mano amorosa. Virgen de Guadalupe, Madre de las Américas, te pedimos por todos los Obispos, para que conduzcan a los fieles por senderos de intensa vida cristiana, de amor y de humilde servicio a Dios y a las almas. Contempla esta inmensa mies, e intercede para que el Señor infunda hambre de santidad en todo el Pueblo de Dios, y otorgue abundantes vocaciones de sacerdotes y religiosos, fuertes en la fe, y celosos dispensadores de los misterios de Dios. Concede a nuestros hogares la gracia de amar y de respetar la vida que comienza, con el mismo amor con el que concebiste en tu seno la vida del Hijo de Dios. Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, protege a nuestras familias, para que estén siempre muy unidas, y bendice la educación de nuestros hijos. Esperanza nuestra, míranos con compasión, enseñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos a levantarnos, a volver a El, mediante la confesión de nuestras culpas y pecados en el Sacramento de la Penitencia, que trae sosiego al alma. Te suplicamos que nos concedas un amor muy grande a todos los santos Sacramentos, que son como las huellas que tu Hijo nos dejó en la tierra. Así, Madre Santísima, con la paz de Dios en la conciencia, con nuestros corazones libres de mal y de odios podremos llevar a todos la verdadera alegría y la verdadera paz, que vienen de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que con Dios Padre y con el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos, Amén.

Su Santidad Juan Pablo II
México, enero de 1979. Visitando su Basilica en su primer viaje al extranjero como Papa.