sábado, 30 de enero de 2010

Escoger un lugar para orar

Una ayuda para la oración que suele pasarse por alto es el «lugar». El lugar que escojas para orar puede afectar enormemente a tu oración, para bien o para mal. ¿No te ha llamado nunca la atención el que Jesús escogiera determinados lugares para orar? Si alguien no tenía necesidad de hacerlo, seria él, que era el Maestro de la oración y que estaba en constante contacto con su Padre celestial. Y, sin embargo, Jesús se toma la molestia de subirse a una montaña cuando quiere orar largo y tendido. La cima de una montaña parece ser su lugar favorito para orar: sube a orar a lo alto de una montaña antes de pronunciar el Sermón del Monte, o cuando le buscan para hacerle rey, o el día de la transfiguración... O bien, acude al huerto de Getsemaní, que también parece haber sido uno de sus lugares preferidos de oración. O, simplemente, se retira a lo que los evangelios llaman «un lugar desierto». Jesús se aleja y escoge un lugar que invite a la oración.
Hay, pues, ciertos lugares que parecen favorecer la oración. La tranquilidad de un jardín, la umbrosa ribera de un río, la paz de una montaña, la infinita extensión del mar, la terraza abierta a las estrellas de la noche o a la belleza de un amanecer, la sagrada oscuridad de una iglesia tenuemente iluminada...: todas estas cosas parecen casi producir por sí solas la oración en nuestro interior.
Naturalmente, no siempre tendremos la suerte de tener a mano semejantes lugares, sobre todo los que estamos condenados a vivir en las enormes ciudades modernas; ahora bien, si hemos disfrutado alguna vez de esos lugares, podremos llevarlos siempre en el corazón. Entonces nos bastará con volver a ellos en la imaginación para sacar de la oración todo el provecho que sacamos cuando estuvimos realmente en ellos. Incluso una fotografía de dichos lugares puede ayudarnos a orar. Conozco a un santo y muy piadoso jesuita que posee una pequeña colección de las típicas fotografías de calendario con preciosos paisajes y que, según me contó él mismo, cuando se siente cansado, le basta con mirar durante un rato una de esas fotografías para ponerse en trance de oración. Teilhard de Chardin habla del «potencial espiritual de la materia». Y es que la materia está en realidad cargada de espíritu, y éste pocas veces resulta tan evidente como en esos lugares propicios a la oración, con tal de que sepamos captar todo el potencial oracional de que están cargados.
Hemos de tener mucho cuidado de no incurrir en una especie de «angelismo» que nos haga pensar que estamos por encima de todas esas ayudas que tales lugares pueden ofrecernos para la oración. Hace falta humildad de nuestra parte para aceptar el hecho de que estamos inmersos en la materia y de que dependemos de la materia incluso por lo que atañe a nuestras necesidades espirituales. Recuerdo que, estando yo todavía en mi etapa de formación, un jesuita nos decía lo siguiente: «El error que solemos cometer los jesuitas cuando tratamos de ayudar a los laicos a orar consiste en pensar que, como nosotros no necesitamos ayudas para orar, tampoco las necesitan ellos. Pero los laicos necesitan la ayuda que un ambiente de recogimiento supone para la oración: el ambiente de una iglesia, por ejemplo, con sus imágenes y sus cuadros que tratan de evocar a Dios. Con nosotros, los jesuitas, la cosa es distinta, porque, debido a nuestra formación intelectual, podemos en cualquier momento interrumpir nuestro trabajo en el despacho o en la mesa de estudio y, allí mismo, sumergirnos en la oración, rodeados de libros, de papeles y de todo ese ambiente del trabajo cotidiano». Ahora que ya tengo alguna experiencia en orientar a jesuitas en su oración y en su vida espiritual, estoy absolutamente convencido de que aquel buen padre tenía razón en lo que decía acerca de los laicos, pero estaba muy equivocado con respecto a sus hermanos jesuitas, que, a fin de cuentas, también somos seres humanos, y por eso tenemos tanta necesidad como los laicos de un lugar y una atmósfera adecuados para orar; más aún, tenemos más necesidad que ellos, debido precisamente a nuestra formación, a veces excesivamente intelectual.
En los Ejercicios Espirituales recomienda san Ignacio que, para mejor obtener el fruto espiritual que busca en la primera semana de los Ejercicios («contrición, dolor, lágrimas por sus pecados»: EE. 4), el ejercitante cierre las ventanas de su habitación al objeto de crear una atmósfera de oscuridad y recogimiento (cf. EE. 79). Intentadlo también vosotros. O dad un paso más y encerraros en una habitación absolutamente a oscuras e iluminadla únicamente con la débil luz de una vela. Luego poneos a orar y comprobad si ello afecta a vuestra oración (tened cuidado, eso sí, de no fijar la vista en la llama, porque podríais entrar en trance hipnótico). Supongo que la idea que subyace a la costumbre de celebrar la cena de Navidad a la luz de las velas es que esta luz crea una atmósfera que influye en nuestro estado de ánimo, del mismo modo que la luz de los tubos fluorescentes crea una atmósfera totalmente distinta. Fijaos en el efecto que produce en vosotros un día nublado y el que produce un día radiante y soleado después de una semana de lluvia, cuando todo respira vida y frescor, y comprenderéis que todas estas cosas «materiales» influyen muy profundamente en nuestro estado de ánimo. Muchos santos lo han comprendido así y han obtenido de ello un gran provecho espiritual.
Orar en el mismo lugar: lugares «santos»
Quiero sugeriros ahora algo que habrá de extrañar a quienes no lo han experimentado. Se trata de que, en la medida de lo posible, oréis en un lugar como cualquiera de los que os he indicado (un lugar en el que poder estar en contacto con la naturaleza), o bien en un lugar «santo», es decir, un lugar reservado a la oración: una iglesia, una capilla, un oratorio... (Si esto no fuera posible, reservad al menos un rincón para la oración en vuestra habitación o en vuestra casa, y orad allí cada día; ese lugar adquirirá para vosotros un carácter sagrado, y al cabo de un tiempo comprobaréis que os resulta más fácil orar allí que en cualquier otro lugar).
Poco a poco, iréis desarrollando lo que yo llamaría un «sentido de los lugares santos». Comprobaréis cuán fácil es orar en lugares que han sido santificados por la presencia y la oración de hombres santos, y comprenderéis la razón de las peregrinaciones a dichos lugares. Conozco a personas que son capaces de entrar en una casa y detectar con bastante precisión la situación espiritual de la comunidad que la habita, porque pueden «olerla», percibirla en el ambiente. A mi mismo me resultaba difícil creerlo, pero he tenido muchas pruebas de ello, y ahora ya no puedo dudarlo.
En cierta ocasión hice un retiro bajo la dirección de un maestro budista que nos dijo que probablemente nos resultaría más fácil meditar en la sala de oración que en nuestras habitaciones. Y, con gran sorpresa por mi parte, comprobé que era cierto. Él lo atribuía a las «buenas vibraciones» de aquella sala, producto de tanta oración como se había hecho en ella. Yo lo atribuí a la autosugestión, al hecho de que el maestro lo había sugerido. Cuando, poco después, dirigí yo un retiro parecido a un grupo de jesuitas, tuve la precaución de no hacer sugerencia alguna acerca del lugar de oración. Pues bien, para mi sorpresa, muchos de aquellos jesuitas vinieron a decirme espontáneamente que les resultaba mucho más fácil meditar y encontrar paz y tranquilidad en la capilla que en sus habitaciones. Recuerdo también lo que, años más tarde, me contó un colega jesuita: había dado unos Ejercicios en cierto lugar, cerca del cual vivía un «sannyasi» (un santón hindú) que, al concluir los Ejercicios, fue a verle y le dijo: «¿Qué hacían ustedes todos los días entre las nueve y las diez de la noche? Desde mi casa podía sentir cómo aumentaban las buenas vibraciones... » El jesuita no salía de su asombro: todas las noches, entre las nueve y las diez, se reunían los ejercitantes en la capilla para tener una «Hora Santa» junto al Santísimo. ¿Cómo podía haberlo detectado aquel «sannyasi», con la calle de por medio, si nadie había ido a contárselo?
Lo cual me lleva al punto siguiente: muchas personas tienen un carisma especial que las induce a orar delante del Santísimo. De algún modo, su oración se hace más viva en presencia de la Eucaristía. Sabemos de algunos santos que han sentido este carisma tan intensamente que eran capaces, como por instinto, de saber si el Santísimo estaba o no reservado en un lugar, aunque no hubiera signos externos que lo revelaran; o que podían incluso detectar la diferencia entre una forma consagrada y otra no consagrada, simplemente por ese especial instinto hacia el Santísimo Sacramento. Tal vez vosotros no poseáis un carisma o instinto tan intenso, pero silo suficiente, quizá, como para haber observado que vuestra oración es distinta cuando la hacéis delante del Santísmo. Si es así, os aconsejo que «explotéis» ese carisma, que no dejéis que se extinga, porque habrá de proporcionaros enormes beneficios espirituales. Orad ante el Santísimo siempre que podáis.
Y una última observación acerca del lugar de oración: sea cual sea el lugar en el que oréis, procurad que siempre esté limpio. Recuerdo haber leído un libro budista sobre la meditación donde se daban instrucciones muy detalladas y concretas acerca del modo de preparar el lugar de la misma: «Barrer y fregar cuidadosamente el lugar, decía el libro, y cubrirlo con una sábana perfectamente limpia; a continuación, tomar un baño para purificar el cuerpo y vestirse con ropa ligera y que esté también perfectamente limpia; quemar un par de barras de incienso para perfumar la atmósfera. Entonces puede darse comienzo a la meditación». ¡ Excelente consejo, realmente! ¿No habéis observado lo que influye en la devoción el hecho de celebrar la Eucaristía en un altar en mal estado, con unos ornamentos viejos y raídos y con un mantel sucio? No lo permitáis fácilmente (os sorprenderá comprobar, si no lo sabéis, lo que pueden hacer un par de religiosas que se encarguen de estas cosas). Procurad que esté todo perfectamente limpio (el altar, el suelo, el cáliz, los candelabros...), usad un mantel blanco como la nieve y unos ornamentos sencillos, pero atractivos, ¡ .. .y será como si os hubierais renovado interiormente!
Recuerdo haber entrado en una pequeña capilla budista en el Himalaya y ver allí, delante de una imagen de Buda, unos recipientes de plata, de distintos tamaños, perfectamente relucientes y llenos de agua cristalina, cuya sola visión me impresionó, y sigue impresionándome todavía hoy cuando lo recuerdo. Aquello bastó para, de algún modo, sentirme en presencia de Dios.
Prestad atención, pues, al lugar donde realizáis el culto, y no tardaréis en comprobar los benéficos efectos que habrá de producir en vuestra oración.

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